Jugar es aprender a vivir
Una reflexión en voz alta sobre el mundo del juego y el juguete
Dijo Albert Einstein que los juegos son la forma más elevada de la investigación, y no le faltaba razón. Los adultos, que un día también fuimos niños, hemos aprendido a socializar a través de los juguetes, esos fieles compañeros de emociones y enseñanzas. ¿Quién no recuerda el escaparate de su juguetería favorita? ¿Los colores chillones de las cajas y los envoltorios? ¿El olor de los juguetes recién estrenados? ¿Las luces y sonidos, las diferentes texturas? ¿Los anuncios con cancioncillas pegadizas que disparaban nuestra adrenalina infantil? Esos primeros recuerdos nos acompañarán de por vida. Pero, en un mundo cada vez más tecnológico, ¿tanto ha cambiado nuestra manera de jugar?
Coches, muñecas, cromos y canicas; todos ellos forman ya parte indiscutible del imaginario colectivo. Y ojo, que no se trata de un tema baladí. ‘Homo ludens’ (el hombre que juega): así nos definió el historiador neerlandés Johan Huizinga en su libro homónimo, que se publicó en 1938, y en el que el pensador analizó la importancia social y cultural del juego. De ello se deduce que el juguete trasciende el propio individuo y se convierte en una herramienta para prepararle para la comunidad de la que está destinado a formar parte en su edad adulta.
Los juguetes son las herramientas a través de las cuales niñas y niños aprenden las costumbres y valores de la sociedad y, por extensión, del género humano. Es decir, cumplen con una función de cohesión social. Ya lo decía Monsieur Honoré: “Jugar en grupo sin adultos que dirijan el espectáculo enseña a los niños a intuir los sentimientos de otras personas y a manejar la frustración y las concesiones que forman parte de las relaciones humanas”.
Jugar, más allá del entretenimiento
No es casualidad que el primer significado de ‘juguete’ registrado por la Real Academia Española (RAE) sea el de un “objeto con el que los niños juegan y desarrollan determinadas capacidades”. Como segunda acepción, la RAE habla de “objeto que sirve para entretenerse”. Por tanto, los juguetes sirven mayormente para educar y después para divertir, y no al revés.
La neurociencia secunda esta teoría: está demostrado que jugar fortalece ciertas áreas del cerebro y ayuda a mejorar la coordinación de movimientos (psicomotricidad), así como la toma de decisiones y el control de los impulsos. Además, estimula la maduración de los más pequeños ya que, gracias a los juguetes, aprenden la relación causa-efecto (“si golpeo el balón, este se desplaza”) y se familiarizan con el método de ensayo-error (“si lo golpeo demasiado fuerte, va más allá de donde quiero dirigirlo”). Después de todo, jugar es la posibilidad de recortar un trocito de mundo y manipularlo para entenderlo, como decía Francesco Tonucci. “Los niños y niñas no juegan para aprender, pero aprenden porque juegan”, afirmó a su vez el reputado epistemólogo suizo Jean Piaget. Por lo tanto, es fundamental que le dediquen tiempo a esa actividad, que en ningún caso debería considerarse como un lujo, sino como una necesidad para su propio desarrollo.
En efecto, el juego ayuda a potenciar habilidades tales como la atención, la abstracción, la memoria y la representación, según expertos del ámbito educativo. De este modo, los juguetes sirven para fomentar los sentidos, la imaginación y la creatividad de nuestros pequeños. “Lo valioso del juego es que nos arranca de la pasividad, rompe el orden establecido y nos coloca en una zona de caos que está más allá de toda preocupación por la eficacia o la utilidad. Es un caos cargado de vitalidad y de frescura”, dijo el escritor argentino Luis María Pescetti. Pero que nadie se asuste cuando hablamos de ‘caos’; según su significado original en griego antiguo, no se trata de otra cosa que de un “espacio que se abre”. Y en ese maravilloso espacio indefinido en el que hay plena libertad de acción para explorar y experimentar, todo puede pasar.
Los juguetes, una visión retrospectiva
Los juguetes han acompañado al ser humano desde tiempos inmemoriales. Si retrocedemos al siglo XX, los más veteranos recordarán el material estrella con el que se fabricaban los juguetes de antaño: la hojalata. Ese material tan ligero y moldeable constituido por acero y recubierto de estaño que, en su versión litografiada, ha hecho las delicias de tantos pequeños a lo largo del último siglo en forma de barcos, trenes, carruajes, tranvías, carruseles, motocicletas, etc. El Levante ha desempeñado un papel crucial, con poblaciones como la alicantina Ibi y sus tres grandes empresas jugueteras, que algunos todavía recordarán: Payá, Rico y Jyesa.
Con el estallido de la guerra civil, la producción de juguetes se paralizó y la hojalata se destinó a la elaboración de productos relacionados con el conflicto. La hojalata fue sustituida por la madera y, posteriormente, a partir de los años cincuenta, el plástico vino a revolucionar y también a democratizar el sector juguetero ya que, hace cien años, los juguetes se consideraban un artículo de lujo al alcance únicamente de las escasas familias burguesas del país. Buen ejemplo de ello es la muñeca Gisela, creada en los años 40 para competir con la famosa Mariquita Pérez, y cuyos primeros ejemplares alcanzaron en las tiendas la friolera de 107 pesetas, en un momento en el que el sueldo mensual de un obrero podía girar en torno a las 150 pesetas.
Por desgracia para ambas muñecas, que estaban realizadas en cartón piedra, la llegada del plástico las defenestró, y Nancy tomó el relevo de sus hermanas mayores. Así, la emblemática muñeca de la casa Famosa (Fábricas Agrupadas de Muñecas de Onil, S. A.) fue la primera muñeca de marca que pudieron permitirse la mayor parte de familias durante la década de 1960 y 1970, época en la que llegaron a venderse más de un millón de unidades al año. Fue entonces también cuando se emitió un anuncio televisivo que incluía la archiconocida canción “Las muñecas de Famosa se dirigen al portal…”. En el ámbito local, algunos quizá recuerden a Mari Pepa Mendoza, una muñeca de enormes y expresivos ojos que deriva del personaje literario creado en 1936 por la escritora donostiarra Emilia Cotarelo e ilustrado por María Claret.
Puestos a hablar de superventas, no podemos pasar por alto el Tiburón Citroen Payá, el juguete más vendido en 1964. Incluso el icónico Seat 600 tuvo su réplica de coche a pedales para niños. Se le conocía cariñosamente como Bigotes, por el par de “bigotes” horizontales situados en el adorno circular de su parte frontal, y su construcción corrió a cargo de la casa Sauquillo (Denia, Alicante), uno de los mejores fabricantes de este tipo de vehículos. Otro juguete estrella fue el famoso camión amarillo Barreiros, de Payá Hermanos, provisto de cable eléctrico que permitía subir y bajar su volquete, y que fue de los juguetes más populares comercializados en los años del “baby boom”. Y, para juguetes populares, el querido Madelman, un muñeco articulado que, como Nancy, arrasó en los años 60 y 70. En 1976, Madelman se vio sustituido por Geyperman, que le doblaba en tamaño y cuyo precio podía alcanzar las 1.200 pesetas de entonces.
Los juguetes del futuro: igualdad y tecnología
En la actualidad, nuestros buzones se llenan de catálogos de juguetes que muchas veces son acusados de reproducir y perpetuar estereotipos sexistas. Si bien algunos estudios dan la razón a estas acusaciones, por fortuna la sociedad avanza hacia el intercambio de roles y los valores igualitarios. Prueba de ello es la asociación británica Let Toys Be Toys (Dejad que los juguetes sean juguetes), que convenció a diversos distribuidores para que ordenaran sus productos por intereses y no por la categoría asociada al género (niño/niña). En el mismo país se consiguió igualmente que una célebre juguetería londinense aboliera esa distinción en sus plantas, de manera que todos los juguetes estuvieran mezclados y niñas y niños pudieran escogerlos indistintamente.
Otra de las preocupaciones actuales es el abuso de las pantallas entre los menores. El tema está tan en boga que, este año, la Organización Mundial de la Salud (OMS) ha publicado por primera vez recomendaciones sobre el tiempo máximo que las y los niños deberían pasar viendo la televisión o jugando con un móvil. La OMS lo desaconseja a los menores de dos años, y limita el uso de la televisión y demás pantallas a una hora como mucho al día en edades comprendidas entre los dos y cinco años. La Organización recomienda igualmente que los pequeños hagan ejercicio para combatir el sobrepeso y disfruten de tiempo tranquilo “de calidad” con un adulto (leerle cuentos, hacer juntos puzles u otra actividad) para potenciar su desarrollo intelectual y sus habilidades de lenguaje.
Ante la omnipresencia de las pantallas, ¿tanto ha cambiado la manera de jugar? Es más, ahora que somos adultos, ¿hemos trivializado el juego hasta el punto de dejar de jugar? Decía Nietzsche que la madurez del hombre es haber vuelto a encontrar la seriedad con la que jugaba cuando era niño y, parafraseando a G.B. Shaw, no dejamos de jugar porque envejecemos, sino que envejecemos precisamente porque dejamos de jugar. Con innovaciones tecnológicas o sin ellas, no parece que esa premisa haya cambiado tanto en el último siglo. Al fin y al cabo, aprender a jugar es, y siempre será, aprender a vivir. Así que ya sabes. ¿Juegas?
Si este artículo ha despertado tu curiosidad o te ha producido cierta añoranza, hasta el 29 de marzo puedes acercarte al Centro de Exposiciones Fundación Vital (Postas 13-15) y disfrutar de una selección de piezas de los más destacados fabricantes jugueteros entre 1870 y 1970 bajo el título 100 años, 100 juguetes.